miércoles, septiembre 07, 2011

manual para auto-inmolarse. volumen I

la cama era terrible: no podría alguien dormir en ella y coger era muy complicado, pero ahí estábamos, sacándole provecho a nuestra recién adquirida privacidad. eran dos colchones viejísimos, con sendos hoyos al medio que provocaban la sensación de estar en una hamaca y con un que otro resorte que saltaba a la superficie amenazante.

entre las almohadas y las deplorables condiciones del lecho, mi cara se encontraba hundida. de vez en cuando sobresalía un poco hacia la izquierda para tomar un poco de aire fresco y soltar una expresión de dolor y/o placer.

sobre mí estaba él, que en un principio había sido tierno y comprensivo. pero un día, en la parte trasera de la camioneta de mamá le dije que me mordiera. que me mordiera sin miedo. y fue cuando empezó todo.

ahora presionaba mi cabeza contra la cama con su mano derecha, mientras me sostenía los brazos con la izquierda tras mi espalda y me cogía con fuerza, casi con violencia y en silencio. un silencio vigoroso. de cuando en cuando me hablaba para ordenarme que parara más el culo, que arqueara la espalda, que le apretara la verga con las paredes vaginales.

en ese entonces, aún no me decía "puta" al oído. pero lo hacía en silencio con cada movimiento de sus manos, lo hacía cada vez que sostenía mi cuello y presionaba hasta casi asfixiarme, mientras me lamía la cara o me jalaba el cabello.

yo me estrellaba contra él como un globo lleno de agua, le entregaba mis piernas con desesperación mientras me lamía la entrepierna con violencia, me raspaba los muslos con su barba y marcaba sus manos en mis glúteos con sonoros golpes de palmas abiertas.

ya no podía pensar en otro hombre. él tenía su pulgar derecho metido en el culo de mi cerebro mientras me cogía de perro con mi cara en el suelo. le pedía llorando que no dejara nunca de cogerme, pues su verga, su lengua y sus manos eran lo más cercano a lo sagrado que yo había conocido en mi vida.

ese día me volteó y me miró de frente. puse las piernas sobre sus hombros y le abracé el cuello, mientras con mi mano derecha dirigía su verga dentro de mí. yo era un objeto inmóvil que lo miraba con ojos temblorosos y suplicantes. quise hacerle entender hasta qué punto me estaba entregando a él. hasta qué punto él podía hacer conmigo lo que quisiera.

-pégame- le supliqué en un susurro, con la voz entrecortada y la respiración agitada.

-pégame- le insistí, le ordené, como aquél día cuando le ordené que me mordiera sin temor.

en silencio, me tomó del cabello y echó mi cabeza para atrás, un poco hacia un lado. siguió cogiéndome mientras su rostro se transformaba en una mueca iracunda y comenzó a pegarme en la cara, con la mano abierta.

yo tenía la responsabilidad de no emitir un sonido, una queja. no podía pedirle que se detuviera. yo se lo había pedido y tenía que aguantar hasta que él así lo quisiera: no tendría sentido de otra forma.

inevitablemente comencé a llorar. mi rostro se inundó de llanto y como consecuencia, comencé a sacudirme violentamente. su expresión cambió a una de preocupación, pero rodeé su cintura con mis piernas y en silencio le pedí que no me la sacara, que me siguiera cogiendo.

-no, no mames-, me dijo preocupado. sin separarse, tomó mi cara con sus dos manos y me dio un beso en las marcas rojas que habían resultado de los golpes.

jueves, septiembre 01, 2011

manual para coger en el asiento trasero del carro. volumen I.

el volante, el asiento trasero del carro, la noche allá afuera: mis ojos daban tumbos por el ambiente intentando situarse en algún objeto. nunca pude hacerlo. la razón? una borrachera de aquellas y él quitándome los pantalones, besándome el cuello, metiendo sus manos en mi blusa.

nos habíamos encontrado después de la media noche. al menos tres caguamas habían circulado por mi garganta y terminamos de after en casa de una amiga. sentados en círculo, apenas lográbamos sostener una conversación coherente sin que estallaran las risas y los gritos con un penetrante aliento alcohólico.

ya frente a mis amigos, él había comenzado a subir su mano por mi espalda, a desabrocharme el sostén y a invitarme en voz baja a salir de ahí. aunque no mencionaba el objeto de su ansiedad, el tono de su voz y su mirada estallaban en calentura.

aún me estaba bajando un poco y no le importó: raro en él, pues por lo general siempre fue quisquilloso. pero ese día debía tener por lo menos una semana sin coger. yo tenía meses sin saber de él y ahí estaba, despojándome de las prendas necesarias para poder penetrarme.

cuando me trasladé al asiento trasero del carro, ya sin ropa interior, no me dio tiempo siquiera de acomodarme. me la metió sin pensarlo. no sé en qué posición estaba, pero seguro no era una muy incómoda. con el rostro sudado volteé para pedirle un cambio de posición.

ya a horcajadas sobre él pudo besarme el rostro. me decía en voz baja que me había extrañado, que le encantaba hacerme el amor, que lo volvía loco. con fastidio yo pensaba en todas esas frases innecesarias, movía mi rostro cuando se acercaba para besarme y me movía con más furia: yo sólo quería coger.

se estiró como pudo y me pidió que me acostara boca abajo, comenzó a cogerme de nuevo tan despacio como era su costumbre.

-¿porqué no te vienes?-, siempre había sido su reclamo. su altruismo sexual me dio risa.
-tú cógeme, me la estoy pasando a toda madre-.
-pero es que quiero hacer que te vengas-.
-ah, ¿sí? entonces pégame-.

se detuvo y se separó de mí. alcancé a distinguir su mirada asombrada en la oscuridad. un par de luces pasaron rápidamente y se agachó un poco para que no distinguieran nuestras siluetas desnudas mientras su erección perdía firmeza.

-pero, ¿cómo crees que te voy a pegar?, nunca podría hacerlo-.
-pégame-, le dije sonriendo y con mirada retadora. -si quieres que me venga, pégame. me gusta-.

me retiré y comencé a vestirme. sus brazos me rodeaban y sus besos aterrizaban en mi rostro, cuello y espalda. sus manos en mis piernas entorpecían la labor de colocarme el pantalón correctamente.

emprendimos el camino a casa. las calles, las luces de los carros y de los semáforos continuaban moviéndose frenéticamente, como tras un vidrio grueso y sucio. apenas recuerdo sus palabras, que seguramente seguían siendo innecesarias.

las palabras innecesarias del hombre que nunca me pegó, aunque se lo pedí. del hombre que nunca me cogió, pero que me rompió el corazón.