He vuelto sola a casa, a dormir
con mi gata. No es albur, ni alusión. Es un gato. Mi físico tiene la capacidad
de atraer a ciertas personas. Hombres o mujeres que se acercan a mí curiosos,
preguntan mi nombre, a qué me dedico, qué música me gusta.
Pero lo que mi físico ha
favorecido en mí como un ente social, mi personalidad y mi discurso lo
derrumban. Soy así, digamos: mamona. Puedo ser cortés, sin dejar de lado el
sarcasmo o la ironía. Sin dejar nunca de menospreciar a quienes me rodean: en
un bar me gusta llamar la atención. Gritar pendejadas, bailar sensual con mis
amigas. Invito a que se me acerquen.
Pero inevitablemente vuelvo sola
a casa. A veces sí me esfuerzo en que eso suceda. Y cuando me recrimino mi
soledad, una voz amiga me recuerda: “¿a cuántos has rechazado con una burla
estallando en tu rostro, una frase que recordamos en conjunto y que aplaudimos
esa noche y las subsecuentes?”.
Regreso a casa, fumo un cigarro y
escucho música. Ocasionalmente recibo un mensaje o una llamada: “te extraño”,
me dicen. “Quiero verte”, “¿dónde estás?”. Nunca contesto, pues siempre espero
un remitente distinto, un remitente que no llama ni escribe.
Después del bullicio, del acoso
también, algunas veces, de hombres borrachos que me asedian como a muchas otras
mujeres. Después de la fiesta busco el silencio. Aventarme al vacío de mi
soledad y abrazarme a ella. Indistinta, cariñosa, estimulante.
Y cuando me encuentro en mi cama
tocándome a solas, contrasto mis recuerdos. En su mayoría busqué y aprecié como
nunca mi soledad. Pero hubo ocasiones en las que mi carne suplicaba por marcar
un número, enviar un mensaje, pronunciar un nombre. Alguna vez lo hice y su
resultado me invitó a volver, una y otra vez a casa, solitaria, callada,
tranquila. A dormir con mi gata.
¿Dónde estás? Me muero por saber
si pensaste siquiera una vez en mí durante tu día. Pinche curiosidad. Pinche. Me
encabrona ser yo quien toca la suavidad de mi piel y no tú. Estoy aquí,
murmurándome frases cogelonas al oído, escuchando música para hacer el amor, y
no tengo siquiera el valor de masturbarme, por miedo a sentirme más sola y
vacía que cuando aún portaba alguna vestimenta mi cuerpo.
Otras veces también, me desnudo
frente al espejo. Admiro las líneas de mi cuerpo que, tiene algún encanto.
Seduzco a mi propio reflejo y bailo. Bailo y admiro mi vestido, mi tatuaje. Me
contorsiono, me miro la espalda y sus músculos mientras me deleitan mis propios
movimientos. Me desnudo y sigo bailando, miro el brincotear de mis senos, la
caída de mis nalgas, cómo tiemblan las lonjas de mi cadera.
Bailo y bailo,
caleidoscópicamente, mientras en mis oídos resuena Cerati y sus cosas
imposibles. Yo también quiero hacer cosas imposibles: asir mi propia cintura y
bailar, bailar con el cabello alborotado y los ojos un tanto torcidos por la
borrachera. La boca seca que se relame para bajar por mi torso, presionar mis
pezones, olerme los dedos después de acariciar mi entrepierna.
Volver sola a casa: quién dice
que es aburrido. Si nunca sabes cómo te vas a poner.