Ya dime dónde te veo, quiero cogerte de perrito. Cruzar más de dos
palabras con él me mataba de aburrimiento, y si algo quería evitar era verle la
cara, pero su propuesta de cogerme en cuatro me pareció fabulosa: que le hable
a mi espalda, pensé. Yo sólo iré para que me la meta como Dios manda.
Colgué el auricular y sentí un
hondo desasosiego en el pecho, que me llegó al vientre y rebotó en un reproche
que mi vocecita de mojigata pueblerina lanzó por uno y otro oído: no te cansas de hacer pendejadas, frase
que circuló por mi mente una y otra vez mientras me depilé las piernas y el
pubis con esmero, mientras unté dos veces con crema perfumada cada parte de mi
cuerpo y rociaba con una fragancia delicada mis calzones cacheteros de encaje.
Sus favoritos.
Toqué a su puerta y al entrar el
desorden de su departamento mermó mi ánimo de permanecer ahí. Me sentía como
una heroinómana caminando por la Doblado o la Rubio en busca de la droga: con
la piel perfumada y suave, con el cabello húmedo aún, traté de no tocar nada.
Me eché sobre la cama con
expresión ausente, mientras él ponía un disco de Cerati: le encantaba cogerme
con el Bocanada. Canturreaba una que otra frase mientras desabotonaba mi blusa,
dejaba caer mi falda al suelo o tocaba mis braguitas mojadas mientras me daba
arrimones por detrás.
Esa noche no fue la excepción. Y
mientras me decía al oído distante placer
de una mirada frente a otra esfumándose, golpeó con la punta de sus zapatos
mis tacones ordenándome separar las piernas y deslizó mi vestido hasta el suelo
mientras me incliné hacia la cama y movía lentamente las caderas, al ritmo de
la canción.
Nos tumbamos en la cama después
de bailar un poco así: desvistiéndonos. Nuestros cuerpos en conjunto, eran un
prodigio de cadencia cada vez que cogíamos. Parecía que nos leyéramos el
pensamiento o más bien la calentura, pues aún sin música, cuando nos
desnudábamos había sobre su cama un oleaje rítmico de piel caliente y sudorosa,
de fluidos, de miembros acomodándose simultáneamente hasta embonar precisos en
una penetración profunda, en una felación vigorosa, en un cunnilingus estremecedor.
Besó con cariño la delgada línea
de vello que dejé sobre el monte de venus a manera de adorno, y me hizo hacia
la luz de la lámpara para admirar con detalle los pliegues rosados y suaves que
después le rodearían la verga al penetrarme. No le había dicho, pero él sabía
que sería la última vez que me cogería.
Estás bien chida morra, me dijo al recorrer con sus dedos ásperos
la suavidad de mi piel, la punta de mis pezones, el hueco de mi axila junto al seno derecho.
Siempre me calentó su manera de decirme morra
y su grandioso tono de desapego, pues sólo otro escorpión puede comprender el
orgullo que impulsa una palabra fría e indiferente, cuyo trasfondo no es más
que ansiedad y el temor a la pérdida.
Fue un baile lento, nuestra
despedida. Nos aseguramos de guardar silencio y nos concentramos en coger: me
la chupó como nunca, me mordió los huesos de la cadera, me arañó la
espalda y yo… me dejé querer. Cerré los ojos y los siguientes sesenta
minutos, aproximadamente, era Cerati quien se hundía entre mis piernas y senos.
Mis pezones erectos siguieron
lento los ritmos de su guitarra que me estrujaba la espina, mi cabello danzaba
desordenado sobre mis hombros; fueron los labios de Cerati los que mordí con
rabia en esos momentos, pues sabía que cantaba por mí esos tonos graves para
que vibrara mi clítoris bajo su lengua rolliza.
Comencé a girar como un reloj, hoy el oro está en mi piel, y yo
estallando, retorciéndome, detrás del corazón
moviéndolo lentamente mientras yo ejecuté en mis labios y clítoris cada
acorde, rif y solo del argentino, quien me hablaba desde su sueño y me llevó
lejos de aquella habitación.